Tengo miedo de encontrarme estúpido. De releerme y darme cuenta de que fui ingenuo, o peor aún, demasiado indulgente conmigo. Me censuro una y otra vez porque difícilmente me encuentro satisfecho con el resultado de mi razonamiento, sin importar qué tanto intente ir al fondo del asunto que me ocupa. Vivo en ese punto incómodo entre el no ser lo suficientemente idiota para estar contento con mi análisis y satisfecho con mis conclusiones, y no ser lo suficientemente capaz de empujar mis propios límites. En otras palabras, la inteligencia sólo me alcanza para darme cuenta de mi estupidez.
Me cuesta un poco admitir que estoy amargado. Justifico mi pronta exasperación al conversar con otros, alegando que son superficiales, y por ende, aburridos. Es una justificación que bien elaborada, podría convencer a cualquiera. Pero no puede convencerme a mí porque soy yo quien la elabora, aunque en una parte de la mente de la que no estoy particularmente al tanto.
La justificación me resulta deliciosa. Uno me habla de su vida cotidiana, de cómo fue su vuelo entre países, y de una lesión que sufrió. Le contesto apenas, apresurando a musitar algún pretexto para terminar la llamada. Pienso entonces que no tiene nada interesante qué decir, porque es tan superficial que su mente la ocupan sólo cotidianidades. Me basta con esa explicación para justificar la etiqueta de superficial que en seguida le pongo. Procedo entonces a entablar otra conversación con la persona con la que vivo. Me habla de cómo su jefa no puede hacer nada contra ella, porque sabe (la jefa) que ella (la persona con la que vivo) tiene información delicada que a la jefa no le gustaría que se divulgara. Me pierdo en esa conversación, y me pregunto si habrá alguien que la considere interesante. Alguien salvo a las dos protagonistas de tan sosa historia. Puedo pasar así el resto de la semana, y quejarme al final de la superficialidad de quienes me rodean. Incluso si quiero ser todavía más arrogante, puedo decir que son poco inteligentes porque en general, la gente inteligente suele ser curiosa.
Mi mente cae sin chistar en la trampa que le tendió mi ego. Se regocija en la indulgencia que se otorga. No tarda entonces en despertar otro lado oscuro de mi mente. El lado sobrio. Si no puedo provocar conversaciones interesantes, es porque no hago las preguntas correctas. La historia aburrida sobre la jefa es un buen argumento para una novela de ficción criminal. El del viaje seguramente tiene montón de cosas interesantes que contar, porque los viajes siempre remueven viejas ideas. ¿Es egoísta llevar la conversación a donde a mí me resulte interesante? ¿Y qué si es egoísta?
El egoísmo es funesto en cuanto a sus repercusiones sociales, y estas personas podrían sentirse felices de poder continuar con sus historias, aunque en otra línea, de modo que uno me den ganas de reventarme la aorta con un abrecartas ahí mismo. Es mi culpa, por preguntar superficialmente sobre cualquier cosa que me comentan.
Cuando me canso de gastar energía en conversaciones vacías como esas, me pongo a leer. Es como conversar con alguien sobre un tema interesante. Con alguien que sabe bastante de lo que habla, en lugar de tener que tolerar a toda esta gente que da su opinión sin saber nada. Pero luego yo no pienso, sólo sigo el pensamiento de alguien más. Por eso escribo. Pero nadie contesta. Esto me hace preguntarme sobre la importancia de tener contacto con mentes similares en interés pero distintas en experiencia y opinión.
Ayer en particular tuve algunas conversaciones interesantes, pero después de 40 minutos la otra persona la terminaba, alegando algo más qué hacer o cambiando el tema a uno más aterrizado en el presente. Lo bueno de la falta de interlocución es que es innecesario intentar ser claro.