En Buenos Aires está lloviendo todo el día porque es otoño. Aquí sopla el viento y fastidia la mitad de las intenciones de la gente. Nadie puede salir a correr, tomar un café al aire libre, fumar, o leer en la banca de un parque.
Debería bastarme ese ejemplo, a falta de sentido común, para entender que todo mundo vive circunstancias tan distintas, y estamos todas compuestas de diferentes instrucciones escritas en nuestros genes. No es que no lo entienda, es que no me viene a la mente cuando me sería útil.
Así, se me ocurre preguntarle a alguien si se lavó las manos, pensando que es la pregunta más inocente del mundo, y no entiendo por qué reacciona agresivamente. Luego ya en calma, me cuenta de sus traumas pasados con la insistencia de quién sabe quién en que se lavara las manos. Casi hasta resecarlas.
Son las once de la noche y me pongo a lavar trastes. Donde vivía antes la gente se enojaba si amanecían sucios. Aquí la gente se enoja más si haces ruido mientras los lavas, a las once de la noche.
Me imagino que lo perfectamente normal es adaptarse suavemente a las nuevas situaciones. Es esa flexibilidad la que nos permite sobrevivir a los constantes cambios. Quiero creer que yo la tengo, pero a ratos me come la duda, porque me abrumo en tres minutos cuando no entiendo las reacciones de las personas con las que estoy.
Quisiera poder recordar _siempre_ que todo mundo tiene una historia y que ésta puede explicar y justificar tres mil reacciones diferentes. Que la compasión incluye abrir la mente a esas otras posibilidades, y que en lugar de juzgar una conducta a la luz de lo que sé, debería preguntarme qué historia lo respalda y poner atención.
Debería hablar menos y escuchar más. Quisiera ser más fuerte, y abrumarme menos. Quisiera no llorar por una hora porque tuve que comprar un boleto de avión mientras hablaba con una persona por teléfono y otra me mandaba mensajes.
¿Alguien aparte de Cioran hablaba de la misma forma que él sobre el suicidio? Ciertamente. No es que tenga depresión. Ni siquiera estoy triste. Sólo que a veces la vida se me hace una nada y no entiendo por qué exponerme innecesariamente a la intensidad de las emociones, a lo complicado de entender a la gente para poder interactuar con ella, a lo cansado de lidiar con sus reacciones cuando mi umbral de tolerancia a los decibeles de su voz se acaba apenas la voz alcanza dos metros de distancia (o en otras palabras, no tolero que me levanten la voz).
Cuando quiero salir de mi cueva aviento una cuerda al exterior. En ocasiones alguien le prende fuego. Otra, alguien la jala. Hace dos días le dije a alguien que estaba cansada de vivir con mis limitaciones. La verdad es que estaba abrumada y no podía dejar de llorar porque me cansó una hora de interacción y concentración. Tan endeble. Tan frágil. Me contestó que todo mundo vive así, y lo odié un segundo, porque ¿a mí qué me importa que sea normal? Además no creo que sea normal. Le prendió fuego a la cuerda. Media hora después pensé que no tendría por qué sentirme quemada por una reacción tan enana. Hay días en los que nada me perturba, normalmente cuando estoy sola.
Hay otros días en los que un diagnóstico me sirve para justificar mi debilidad. Y para terminar, hay días en los que vuelvo loca a la gente por ser excesivamente frágil.